(Artículo publicado en El Mundo Andalucía el 21 de febrero de 2013)
Nos encontramos ante la enésima reforma universitaria de la democracia española. Dada la situación económica y la crisis de identidad a la que se enfrenta la educación a estas alturas del siglo XXI, me preocupa que uno de los pilares de la igualdad, la excelencia y el mérito continúe por la senda de degradación por la que transita en los últimos años. La semana pasada la Comisión de Expertos designada por el ministro Wert presentó el informe con las ‘Propuestas para la Reforma y Mejora de la Calidad y Eficiencia del Sistema Universitario Español (SUE)’. El ciudadano español se puede preguntar por qué es necesario reformar y mejorar este sistema, además de cómo y cuándo se han hecho las evaluaciones que conducen a esta conclusión.
No faltan evaluaciones estándar en educación: En el caso de la Enseñanza Secundaria, son bien conocidos los Informes PISA (‘Program for Internacional Student Assesment’) que cada tres años nos llena de zozobra al comprobar los malos resultados obtenidos por los estudiantes españoles de Enseñanza Secundaria. Pero, para la Educación Superior, no existe un programa similar y lo único que puede dar alguna información sobre la situación real de las universidades españolas son las clasificaciones internacionales de universidades. Discutidas y discutibles, con distintos criterios multifactoriales.
Como ocurre con los Informes PISA en Secundaria, las universidades españolas salen muy mal clasificadas. En todas, sin excepción. No suele haber ninguna entre las primeras 200, y la mayoría no están entre las 500 principales. Estas clasificaciones, de gran prestigio internacional, han sido muy criticadas porque ponen demasiado énfasis evaluador en la actividad investigadora, obviando la otra función básica como la docencia. Es cierto que la docencia es difícil de evaluar, pero mi impresión (no es un dato empírico, es una mera hipótesis) es que una investigación mediocre no se corresponde con una docencia excelente. Un profesor no suele ser mal docente porque le dedique demasiado tiempo a la investigación. Tras haber visitado más de una docena de universidades extranjeras y haber tenido contacto con cientos de personas que han estudiado fuera de España, no tengo la impresión de que, en esas universidades excelentes que logran mejores puntuaciones que las nuestras, se den malas clases ni salgan los estudiantes peor preparados que en las nuestras.
Si volvemos a la pregunta del comienzo sobre la necesidad o no de reformar el Sistema Universitario Español, me temo que no es posible responderla. Las universidades públicas españolas (sufragadas directamente en un 80% por nuestros impuestos) nunca han sido evaluadas en España con el rigor necesario. Nunca se ha podido comprobar si las decenas de miles de millones de euros invertidos lo han sido de forma correcta o si su utilidad ha sido nula. Hay que reconocer que la medición de resultados es una costumbre sin mucho arraigo en nuestro país: ¿Cuántas evaluaciones de políticas públicas serias se han hecho España?
La reforma universitaria no puede convertirse, una vez más, en instrumento de confrontación demagógica
¿Cuántas veces se ha medido en educación el impacto de esta o aquella inversión, de la creación de esta o aquella titulación o universidad? Salvo la imprescindible de cada cuatro años cuando nos convocan a votar en las elecciones, apenas hay instituciones que hayan sido sometidas a la necesaria evaluación de resultados, rigurosa y externa a ella. En el mejor de los casos, la única evaluación es la meramente contable/fiscal, para conocer si quien debe cobrar el dinero lo ha hecho. Aspiro, en un sistema democrático, a un control público mayor.
La excusa que ponen muchos rectores para no realizar una evaluación más exhaustiva es el mandato constitucional de la muy constitucional «autonomía universitaria». Por lo tanto, los ciudadanos no tienen ningún instrumento para poder evaluar cómo se gasta el dinero público en la Educación Superior.
Al margen de las propuestas concretas que aparecen en el mencionado Informe de la Comisión de Expertos y que serán debatidas (desgraciadamente sólo en la comunidad universitaria), la iniciativa de que cada una de las universidades públicas serán evaluadas externamente de forma rigurosa cada cinco años y que se haga pública está causando mucha polémica. También ha suscitado mucha controversia la obligatoria presentación por parte del rector de un informe anual exhaustivo y que, en el caso de no ser aprobado, pueda significar, incluso, su destitución. Creo que una rendición de cuentas y resultados digna de tal nombre, no la actual, permitirá a los ciudadanos españoles obtener el conocimiento necesario sobre la situación real de cada una de las universidades.
Finalmente nos podríamos preguntar si las medidas que se proponen en el informe servirán para corregir el rumbo que, en contra de la corriente de excelencia internacional, han tomado las universidades españolas. La respuesta va a depender de si definitivamente se da la «ventana de oportunidad histórica» de que los partidos políticos acuerden que la reforma universitaria no puede convertirse, una vez más, en instrumento de confrontación política demagógica con el único objetivo de conseguir votos y que nuestros conciudadanos vean las universidades como uno de los instrumentos fundamentales para la convivencia y progreso.